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  • Fuerte Apache: rap entre corridas y tiros.

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    Soy de Ciudadela. Me fui hace trece años, pero si preguntan todavía respondo así. Quizás sea una declaración de principios, una forma de plantarse frente a la vida. Hoy, sin embargo, pongo a prueba esa frase. Vuelvo al barrio atraído por la historia de un grupo de música que nació en el Fuerte Apache. El lugar, vigilado por 120 gendarmes, es temido y respetado por todos mis vecinos. Yo, por ejemplo, me crié a diez cuadras, pero entré por única vez en 1983 porque mi viejo votaba ahí. Los monoblocks fueron el telón de cemento detrás de mi infancia y la de mis amigos. Teníamos el secreto orgullo de vivir cerca del rincón más violento del país.
    Cruzo el puente de la General Paz y espero un remis trucho al lado de un puesto de diarios. Hay tres personas adelante mío, y vamos a entrar en un coche a 90 centavos por cabeza. Es la única forma de llegar. Viene un Peugeot 504 pintado a mano, con un cartel que dice “desde Liniers hasta el Barrio” (el barrio, se sabe, es Fuerte Apache). Subo. Los pasajeros y el chofer casi ni hablan. Solo cantan el número de edificio en el que se quieren bajar, y con eso el remisero arma su hoja de ruta. Miro por la ventanilla, las cosas cambiaron: todo es más gris que en el recuerdo, como si el sol y la humedad hubiesen desteñido el ambiente. El auto se desliza en esa geografía con precariedad, como un catamarán en un río picado. El Complejo Habitacional Ejército de los Andes —tal su nombre legal— es un laberinto de 22 monoblocks, divididos en tiras de 3 pisos y 11 nudos de varias torres cada uno.

    -Yo me quedo en el nudo tres.

    Mi voz suena extraña. Debo tener miedo, o tal vez me sienta observado por mis compañeros de viaje. El chofer señala el número pintado sobre la pared de un edificio. Llegué a destino y estoy solo en una calle interna del barrio. Es un mediodía con silencio de madrugada. Me siento un pez fuera del agua, perdido y frágil en esta mole de cemento.
    Dos pibes salen del umbral de un edificio. Fruncen el ceño, me relojean. El de buzo con capucha hace un gesto con la mano, como un clic de una cámara de fotos. Estoy tenso. Digo sí con la cabeza, se acercan y el más grandote tiende la mano.

    -¿Todo piola? Yo soy el Massi.

    Maximiliano Ocampo, el gordo Massi, es uno de los cantantes de Fuerte Apache, la banda de raperos formada durante 1998 en el corazón de los monoblocks. De letras violentas y pegadizas, son expertos en mostrar crónicas de la vida cotidiana de este barrio. Su potencia reside en que no necesitan impostar voces o situaciones para convencer de que cultivan el más puro ‘gansta rap’ adaptado al suelo argentino. Escuchar sus temas provoca una certeza: hablan en serio.

    -Había otros —dice Massi— que querían hacer lo que hacemos, pero no podían. No les quedaba el personaje. Nosotros no necesitamos actuar. Somos un grupo de verdad. Venimos de haber estado presos, de haber robado, de haber zafado de tantos tiros. Ahora nos rescatamos, y queremos tirar abajo las barreras que nos impone la sociedad.

    La leyenda dice que la producción de la banda circuló de mano en mano, hasta que alguien la subió a Internet. Y todo explotó. Tanto que Pablo Lescano, el inventor de la cumbia villera, los quiso poner bajo su ala. Pero los pibes no quisieron saber nada.

    -Nosotros —contestaron— no somos segundos de nadie. Nosotros somos F.A.

    Costo de vida
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    Nos internamos entre las torres. Pasamos una cancha de fútbol, estacionamientos con coches abandonados y un baldío lleno de barro. Massi entra en un edificio y me pide que espere un rato en la puerta, que va a buscar a Esteban, otro de los cantantes de F.A. Sube una escalera y desaparece. Al rato salen los dos.
    Esteban Rodríguez tiene 25 años, uno más que Massi. Se hicieron amigos en la Media 7. Al principio se dedicaban a los grafittis, pero en el 98 a Esteban se le ocurrió escribir una letra sobre el barrio. Esa primer canción reza que “nadie sabe lo que en el Fuerte / la vida te cuesta / porque es difícil vivir / donde todo apesta”. Es la visión de un adolescente criado entre “tiros y corridas”, donde “hay que sufrir para poder vivir”.

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